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¿Alguna vez has caminado solo, en calles lóbregas? A lo mejor regresas del trabajo, quizás de alguna fiesta que terminó a las 2 de la madrugada o simplemente de las andanzas con tus amigos. ¿En alguna parte de ese recorrido has sentido como si algo o alguien te siguieran? A lo mejor has acelerado el paso y te has puesto nervioso, caminas rápidamente, pero en cierta parte del camino decides darle la cara a tu miedo, te volteas y para sorpresa tuya…es sólo un perro, si, sólo un perro. Te ríes de ti mismo y continúas tu camino más relajado…después de esto creo que no podrás ignorar si eso te sucede otra vez.
El Cadejo, a como muchos lo llaman, se caracteriza por seguir a aquellos trasnochadores que caen rendidos ante los encantos de alguna mujer o ante la seducción de la ebriedad.
La leyenda explica que El Cadejo es un espíritu diabólico con forma de perro, un perro más negro que la noche con ojos que parecen incendiados, sus garras parecidas a garfios, sus patas muy grandes, sus piernas fuertes y su cuerpo entero se da más aire al de un lobo que al de un perro callejero.
“El circo había llegado al pueblo y este era su último día. La última función sería a las 9 de la noche, para algunas personas era muy noche, pero aún así parecía que el pueblo entero se había desbordado. A la entrada del circo vi muchas chicas bonitas, señoras con sus hijos, muchos amigos míos habían llegado a molestar y a pasar un buen rato. Lo que pagamos por la función valió la pena ¡aunque las dos horas pasaron muy rápido!
Al salir del local, parecía como si se tratara de un éxodo, era demasiada gente dirigiéndose a sus casas que me dio mucho miedo. Pronto me separé de la multitud y para llegar rápido a mi casa decidí tomar un atajo por un lugar solo, oscuro y boscoso. No me percaté del peligro que corría. Al entrar solo a esa zona, comencé a escuchar sonidos de fuertes pasos, traté de no asustarme y de no prestarle atención a los sonidos que estaba escuchando. Para ello empecé a tararear una vieja canción en voz alta. Nada de lo que hacía alejaba el miedo que tenía. Aceleré mis pasos y los otros comenzaron a acelerar también…así que eché a correr. En ningún momento volví a ver, pero escuché como si algo machucara las hojas del bosque con gran pesadez y corría tan rápido detrás de mí. La luna alumbró mi cara y mi sendero, aún así no me detuve ni un segundo. Pronto iba viendo como la zona boscosa estaba por terminar y por unos instantes me sentí a salvo, miré algunas casas del pueblo muy cerca.
Bajé el sendero como alma que se la lleva el diablo, literalmente, pero aquella bestia horrorosa seguía detrás de mí. Llegué con las completas al pueblo y miré como una casa vieja y casi desbaratada tenía paredes de tablas viejas y una puerta de zinc, que por cierto estaba medio abierta, allí aproveché para esconderme en ese mamarracho que me serviría al menos para recuperar el aliento. Al entrar, esperé a que pasara lo que siempre estuvo persiguiéndome, cuando por fin lo pude ver me quedé atónito: ¡era un perro! Pero no era un perro cualquiera, lo vi caminando lentamente por la acera, como si me buscara. Miré sus afiladas uñas y cómo rayaban la acera, vi su fuerte fisionomía y sabía que no era un perro común. Ese animal presintió que yo estaba cerca y su mirada se centró en el mamarracho donde estaba escondido ¡por fin vi sus ojos! Eran como dos hogueras, esa mirada penetrante nunca la olvidaré, era sencillamente demoníaca. Escuché un tremendo alboroto mientras ese animal pasaba por la cuadra, las gallinas de doña Chola parecían que estaban siendo ahorcadas. Vi como lentamente esa bestia negra se perdía en las tinieblas de aquella noche. Sin querer, me quedé dormido en aquella casa vieja, vencido por el cansancio y el susto. Allí me dio la mañana y me levanté cuando los primeros rayos del sol entraron por las rendijas de aquella casucha. Me prometí que nadie en el pueblo se daría cuenta de lo que me ocurrió aquella vez. Algunas veces escuché que a varios hombres les pasó lo mismo, pero mejor elegí quedarme callado. No volví a salir tan noche durante un largo tiempo, aquella fue una lección que ni mi madre me la hubiese dado mejor.
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